viernes, 29 de marzo de 2013

Valiente

La luz blanca, impersonal, desnuda. El cuerpo yacente, tranquilo, sueño eterno. 

Siempre había odiado los hospitales, todo esterilizado, todo enfermo. Quejas de dolor, batas blancas, y ese maldito olor. Olía a muerte, olía a excrementos y medicinas, olía a viejo y corrupto. 

Agustín seguía dándole vueltas. Se cumplían ya tres horas desde que su padre había dejado de existir.  No sintió dolor, ni siquiera pena. No entendía su falta de sentimiento. Se odió a sí mismo.

 Sistemáticamente su cabeza daba vueltas una y otra vez, en una espiral convulsa que unida a la falta de sueño por la vigilia y ese maldito olor de hospital, no dejaban un instante de lucidez. 

De repente sintió que se ahogaba, le faltó el aire. En su cerebro se concretó una idea tan poderosa que pareció absorber todas sus energías. Quería salir. Necesitaba salir.

Tres caladas a un cigarro furtivo en las escaleras del hospital mientras su mano temblaba y sus labios daban forma a una palabra no pronunciada en voz alta: miedos.

Y lo decía en plural. Él, el inmortal, el valiente, el poderoso.  Tenía miedos, y ya no se podían posponer. La urgencia de dar una respuesta a esos miedos era un miedo en sí mismo. Se sintió cobarde, minúsculo, pequeño. Y ese maldito temblor no cesaba. Una calada aún más profunda. Los pulmones se llenaron del veneno calmante del que se había alejado durante casi siete años.

Para la siguiente calada su mente ya le contaba al oído los miedos acallados. Se estaba vengando por todos los miedos pospuestos, los viejos y los nuevos, los no afrontados y los nunca contemplados. Ahora ajustaba cuentas, y vaya si lo hacía. Y la sensación de ser un cobarde le invadió otra vez. Él no tenía que sentir miedo. Él era racional, pragmático. El miedo a no ser quién pretendía ser se sumó a otros muchos. 

Miedo a desaparecer. A morir sin ser nada, al vacío. Miedo a los miedos. Miedo a sentir, miedo a no hacerlo. Miedo al tiempo perdido. Miedo a los miedos. 

Acabado el segundo cigarro, enfiló el pasillo. Entró en la habitación y miró el cadáver. El cuerpo yacente, tranquilo, sueño eterno. La luz blanca, impersonal, desnudaba al hombre de sus miedos.



jueves, 14 de marzo de 2013

Los fantasmas (I)


Sebastián es policía. No es de esos de los que salen en la televisión y en una hora te resuelven tres crímenes. Es más,  a Sebastián, y le cito textualmente le “tocan los cojones el Grissom y su puta madre”.  Aunque no se puede decir de él que esté gordo, tampoco tiene el cuerpo de un atleta, de hecho pienso que le podría ganar en una carrera. Sebastián no tiene frases ingeniosas, ni va haciendo comentarios en voz alta sobre las pistas que descubre. Es reservado, silencioso. A mí me acojona un poco.

Sebastián trabaja desde hace 23 años en el cuerpo de policía. Es de la vieja escuela. “Pero no de la vieja vieja” me corrige. Supongo que se refiere a la dictadura, pero no quiero preguntarle.

Sebastián tiene dos ojos inteligentes, sagaces. Son pequeños y brillan como canicas.  La cara algo colorada, la nariz regordeta y el ceño fruncido permanentemente mientras en la frente campan a sus anchas las gotas de sudor.  Apura la cerveza que tiene delante y mientras se seca con la manga del uniforme me interpela, brusco y directo, “¿y qué carajo quieres?”.
Balbuceo. Le empiezo a hablar de usted y me para. “Que soy policía, coño, que no soy cura” Tomo aire y le explico el propósito de mi visita y las cervezas. Quiero que me explique la verdad sobre el caso Torpedo y el alijo desaparecido. Las muertes y demás.

“De eso no hablo”. Se ha quedado callado y mira lejos. Su mirada pasa de largo sobre mí y el resto de las mesas, incluso de los niños que juegan al final.  Se ha ido a los recuerdos, a esos malditos recuerdos que necesito para poner punto y final a este juego de locos. Necesito que hable así que me guardo el respeto y le suelto de primeras. “Sé lo de la Juani”. Se ha levantado sin decir palabra, ha dejado un par de euros en la mesa y ha enfilado la calle.

La Juani era la dueña y propietaria del Bar la Juani. Además de eso se la beneficiaba Sebastián. La Juani murió en el 94, en la peor operación policial que se recuerda. La vergüenza del cuerpo. Tampoco es fácil informarse sobre algo cuando se ha hecho todo lo posible por taparlo. Y trucos desde luego tienen. Pero yo cuento con la baza de Sebastián, que está más viejo y más cansado que cualquier hombre de su edad. Y aunque no lo reconozca ni en mil años está solo y tiene mierdas de las que necesita hablar. Todo hombre necesita hablar de sus fantasmas, vivos o muertos. No me gustará hacerlo, pero manipularé sus sentimientos. El caso Torpedo es más importante que un par de secretos que puedan dejar mal al cuerpo de Policía.

Maldigo al periódico, maldigo al director, maldigo a todos los corruptos, políticos, policías y capos rusos y de todo el mundo y por último me maldigo a mí mismo antes de alcanzar a Sebastián y soltarle en plena calle:

“Sabes, Sebastián, quizá lo de la Juani no fuera un accidente…”

martes, 5 de febrero de 2013

Mr. Grey


Sonó el despertador a la misma hora de siempre. Abrió los ojos al primer timbrazo y cuando la máquina iba a entonar el segundo ya había oprimido el botón de apagado. Había descansado, dormido de manera óptima, ocho horas. Le siguió una ducha de cinco minutos, eficaz, concienzuda. Afeitado apurado, milimétrico.

Piernas abiertas de cara al armario. Cinco trajes grises, cinco camisas blancas  y otras tantas mudas limpias le dieron silenciosamente los buenos días. Cogió el primer traje de la izquierda, correspondiente a los lunes, se enfundó la camisa, abotonándose los gemelos que extrajo de un estuche gris. Se ató los zapatos, que brillaban relucientes agradecidos del trato exquisito recibido la noche anterior, y empuñó el maletín.

Una mirada al espejo, tan sólo una. Todo en orden. Se encaminó a la parada del metro, la de siempre, a la hora de siempre. Escogió su sitio en el vagón, orientado hacia ningún lado y se sentó, aferrado a su maletín.

"¿Qué llevas ahí?". Aún no se había puesto en marcha el tren y ya violaban su espacio personal. Odiaba con toda su alma las conversaciones triviales, eran ineficientes. Buscó el origen de esa molestia pero no lo encontró. 

"¿Por qué eres tan serio?". Ahora sí se dió cuenta que la voz venía de enfrente. Localizó a lo que parecía ser una cara debajo de una explosión rosa chillón que tenía por pelo. Ojos grandes de un raro color violeta le observaban curiosos. 

"No soy serio, soy profesional. Y lo que llevo aquí no es de tu incumbencia.  

Bajó una vez la mirada hasta posarla en la vestimenta de ese demasiado delgado demonio preguntón. Una camiseta naranja demasiado grande, unos zapatos verdes demasiado verdes, los ojos violeta y el pelo rosa, ofrecían un conjunto ridículo. Le podría haber dado incluso risa, si no fuera por que él nunca se reía. La risa obstaculizaba el trabajo, resultaba ineficiente.

Ella continuó preguntando y él ofreciendo respuestas concisas, breves, irritadas. Esa niña realmente le estaba importunando. Se pasó a su lado del vagón mientras comenzó a contarle una historia sobre una colonia de hormigas que consiguieron unirse y tocar una nube. Luego le habló de leones que comían verduras y de un trapecista que sabía todos los idiomas del mundo.

Al fin acabó la tortura cuando llegó a su destino. No le dijo adiós y continuó su camino. Cumplió su jornada de trabajo, llegó a a casa y se acostó. Eficiente, trabajador, profesional. Un día más del que sentirse satisfecho.

El despertador sonó a la hora de siempre, aunque esta vez la máquina consiguió emitir su sonido tres veces antes de soportar la presión de su mano. Se sentó en la cama, asustado. Había soñado. Era absurdo, no tenía sentido. Él nunca soñaba, no era útil. Imágenes del sueño le venían, nítidas, claras: una playa y una mano agarrada a la suya y dos ojos gigantes color violeta que le miraban y sin palabras le preguntaban cosas sin sentido. Y le hablaban sobre canciones nunca escritas y aviones de papel que llegaban a la Luna.

Apartó las imágenes de la cabeza y se metió en la ducha. Fue corriendo al metro, había tardado más de la cuenta, presentaba un corte en la mejilla por el afeitado y por primera vez en su vida no había conseguido hacerse un nudo de corbata perfecto. Ingresó en el último segundo en el vagón y al segundo se dio cuenta que había olvidado los gemelos en su caja gris y que su traje no era el de los martes si no el de los lunes. 

Iba a sentarse en su sitio favorito, mirando a ninguna parte, cuando dos ojos violetas gigantes comenzaron a preguntarle cosas sin sentido.  

Y él, que llevaba el traje erróneo, sin gemelos, con un nudo de corbata impresentable, comenzó a reírse a carcajadas de lo más ineficientes.