martes, 5 de febrero de 2013

Mr. Grey


Sonó el despertador a la misma hora de siempre. Abrió los ojos al primer timbrazo y cuando la máquina iba a entonar el segundo ya había oprimido el botón de apagado. Había descansado, dormido de manera óptima, ocho horas. Le siguió una ducha de cinco minutos, eficaz, concienzuda. Afeitado apurado, milimétrico.

Piernas abiertas de cara al armario. Cinco trajes grises, cinco camisas blancas  y otras tantas mudas limpias le dieron silenciosamente los buenos días. Cogió el primer traje de la izquierda, correspondiente a los lunes, se enfundó la camisa, abotonándose los gemelos que extrajo de un estuche gris. Se ató los zapatos, que brillaban relucientes agradecidos del trato exquisito recibido la noche anterior, y empuñó el maletín.

Una mirada al espejo, tan sólo una. Todo en orden. Se encaminó a la parada del metro, la de siempre, a la hora de siempre. Escogió su sitio en el vagón, orientado hacia ningún lado y se sentó, aferrado a su maletín.

"¿Qué llevas ahí?". Aún no se había puesto en marcha el tren y ya violaban su espacio personal. Odiaba con toda su alma las conversaciones triviales, eran ineficientes. Buscó el origen de esa molestia pero no lo encontró. 

"¿Por qué eres tan serio?". Ahora sí se dió cuenta que la voz venía de enfrente. Localizó a lo que parecía ser una cara debajo de una explosión rosa chillón que tenía por pelo. Ojos grandes de un raro color violeta le observaban curiosos. 

"No soy serio, soy profesional. Y lo que llevo aquí no es de tu incumbencia.  

Bajó una vez la mirada hasta posarla en la vestimenta de ese demasiado delgado demonio preguntón. Una camiseta naranja demasiado grande, unos zapatos verdes demasiado verdes, los ojos violeta y el pelo rosa, ofrecían un conjunto ridículo. Le podría haber dado incluso risa, si no fuera por que él nunca se reía. La risa obstaculizaba el trabajo, resultaba ineficiente.

Ella continuó preguntando y él ofreciendo respuestas concisas, breves, irritadas. Esa niña realmente le estaba importunando. Se pasó a su lado del vagón mientras comenzó a contarle una historia sobre una colonia de hormigas que consiguieron unirse y tocar una nube. Luego le habló de leones que comían verduras y de un trapecista que sabía todos los idiomas del mundo.

Al fin acabó la tortura cuando llegó a su destino. No le dijo adiós y continuó su camino. Cumplió su jornada de trabajo, llegó a a casa y se acostó. Eficiente, trabajador, profesional. Un día más del que sentirse satisfecho.

El despertador sonó a la hora de siempre, aunque esta vez la máquina consiguió emitir su sonido tres veces antes de soportar la presión de su mano. Se sentó en la cama, asustado. Había soñado. Era absurdo, no tenía sentido. Él nunca soñaba, no era útil. Imágenes del sueño le venían, nítidas, claras: una playa y una mano agarrada a la suya y dos ojos gigantes color violeta que le miraban y sin palabras le preguntaban cosas sin sentido. Y le hablaban sobre canciones nunca escritas y aviones de papel que llegaban a la Luna.

Apartó las imágenes de la cabeza y se metió en la ducha. Fue corriendo al metro, había tardado más de la cuenta, presentaba un corte en la mejilla por el afeitado y por primera vez en su vida no había conseguido hacerse un nudo de corbata perfecto. Ingresó en el último segundo en el vagón y al segundo se dio cuenta que había olvidado los gemelos en su caja gris y que su traje no era el de los martes si no el de los lunes. 

Iba a sentarse en su sitio favorito, mirando a ninguna parte, cuando dos ojos violetas gigantes comenzaron a preguntarle cosas sin sentido.  

Y él, que llevaba el traje erróneo, sin gemelos, con un nudo de corbata impresentable, comenzó a reírse a carcajadas de lo más ineficientes.

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