viernes, 29 de marzo de 2013

Valiente

La luz blanca, impersonal, desnuda. El cuerpo yacente, tranquilo, sueño eterno. 

Siempre había odiado los hospitales, todo esterilizado, todo enfermo. Quejas de dolor, batas blancas, y ese maldito olor. Olía a muerte, olía a excrementos y medicinas, olía a viejo y corrupto. 

Agustín seguía dándole vueltas. Se cumplían ya tres horas desde que su padre había dejado de existir.  No sintió dolor, ni siquiera pena. No entendía su falta de sentimiento. Se odió a sí mismo.

 Sistemáticamente su cabeza daba vueltas una y otra vez, en una espiral convulsa que unida a la falta de sueño por la vigilia y ese maldito olor de hospital, no dejaban un instante de lucidez. 

De repente sintió que se ahogaba, le faltó el aire. En su cerebro se concretó una idea tan poderosa que pareció absorber todas sus energías. Quería salir. Necesitaba salir.

Tres caladas a un cigarro furtivo en las escaleras del hospital mientras su mano temblaba y sus labios daban forma a una palabra no pronunciada en voz alta: miedos.

Y lo decía en plural. Él, el inmortal, el valiente, el poderoso.  Tenía miedos, y ya no se podían posponer. La urgencia de dar una respuesta a esos miedos era un miedo en sí mismo. Se sintió cobarde, minúsculo, pequeño. Y ese maldito temblor no cesaba. Una calada aún más profunda. Los pulmones se llenaron del veneno calmante del que se había alejado durante casi siete años.

Para la siguiente calada su mente ya le contaba al oído los miedos acallados. Se estaba vengando por todos los miedos pospuestos, los viejos y los nuevos, los no afrontados y los nunca contemplados. Ahora ajustaba cuentas, y vaya si lo hacía. Y la sensación de ser un cobarde le invadió otra vez. Él no tenía que sentir miedo. Él era racional, pragmático. El miedo a no ser quién pretendía ser se sumó a otros muchos. 

Miedo a desaparecer. A morir sin ser nada, al vacío. Miedo a los miedos. Miedo a sentir, miedo a no hacerlo. Miedo al tiempo perdido. Miedo a los miedos. 

Acabado el segundo cigarro, enfiló el pasillo. Entró en la habitación y miró el cadáver. El cuerpo yacente, tranquilo, sueño eterno. La luz blanca, impersonal, desnudaba al hombre de sus miedos.



jueves, 14 de marzo de 2013

Los fantasmas (I)


Sebastián es policía. No es de esos de los que salen en la televisión y en una hora te resuelven tres crímenes. Es más,  a Sebastián, y le cito textualmente le “tocan los cojones el Grissom y su puta madre”.  Aunque no se puede decir de él que esté gordo, tampoco tiene el cuerpo de un atleta, de hecho pienso que le podría ganar en una carrera. Sebastián no tiene frases ingeniosas, ni va haciendo comentarios en voz alta sobre las pistas que descubre. Es reservado, silencioso. A mí me acojona un poco.

Sebastián trabaja desde hace 23 años en el cuerpo de policía. Es de la vieja escuela. “Pero no de la vieja vieja” me corrige. Supongo que se refiere a la dictadura, pero no quiero preguntarle.

Sebastián tiene dos ojos inteligentes, sagaces. Son pequeños y brillan como canicas.  La cara algo colorada, la nariz regordeta y el ceño fruncido permanentemente mientras en la frente campan a sus anchas las gotas de sudor.  Apura la cerveza que tiene delante y mientras se seca con la manga del uniforme me interpela, brusco y directo, “¿y qué carajo quieres?”.
Balbuceo. Le empiezo a hablar de usted y me para. “Que soy policía, coño, que no soy cura” Tomo aire y le explico el propósito de mi visita y las cervezas. Quiero que me explique la verdad sobre el caso Torpedo y el alijo desaparecido. Las muertes y demás.

“De eso no hablo”. Se ha quedado callado y mira lejos. Su mirada pasa de largo sobre mí y el resto de las mesas, incluso de los niños que juegan al final.  Se ha ido a los recuerdos, a esos malditos recuerdos que necesito para poner punto y final a este juego de locos. Necesito que hable así que me guardo el respeto y le suelto de primeras. “Sé lo de la Juani”. Se ha levantado sin decir palabra, ha dejado un par de euros en la mesa y ha enfilado la calle.

La Juani era la dueña y propietaria del Bar la Juani. Además de eso se la beneficiaba Sebastián. La Juani murió en el 94, en la peor operación policial que se recuerda. La vergüenza del cuerpo. Tampoco es fácil informarse sobre algo cuando se ha hecho todo lo posible por taparlo. Y trucos desde luego tienen. Pero yo cuento con la baza de Sebastián, que está más viejo y más cansado que cualquier hombre de su edad. Y aunque no lo reconozca ni en mil años está solo y tiene mierdas de las que necesita hablar. Todo hombre necesita hablar de sus fantasmas, vivos o muertos. No me gustará hacerlo, pero manipularé sus sentimientos. El caso Torpedo es más importante que un par de secretos que puedan dejar mal al cuerpo de Policía.

Maldigo al periódico, maldigo al director, maldigo a todos los corruptos, políticos, policías y capos rusos y de todo el mundo y por último me maldigo a mí mismo antes de alcanzar a Sebastián y soltarle en plena calle:

“Sabes, Sebastián, quizá lo de la Juani no fuera un accidente…”

martes, 5 de febrero de 2013

Mr. Grey


Sonó el despertador a la misma hora de siempre. Abrió los ojos al primer timbrazo y cuando la máquina iba a entonar el segundo ya había oprimido el botón de apagado. Había descansado, dormido de manera óptima, ocho horas. Le siguió una ducha de cinco minutos, eficaz, concienzuda. Afeitado apurado, milimétrico.

Piernas abiertas de cara al armario. Cinco trajes grises, cinco camisas blancas  y otras tantas mudas limpias le dieron silenciosamente los buenos días. Cogió el primer traje de la izquierda, correspondiente a los lunes, se enfundó la camisa, abotonándose los gemelos que extrajo de un estuche gris. Se ató los zapatos, que brillaban relucientes agradecidos del trato exquisito recibido la noche anterior, y empuñó el maletín.

Una mirada al espejo, tan sólo una. Todo en orden. Se encaminó a la parada del metro, la de siempre, a la hora de siempre. Escogió su sitio en el vagón, orientado hacia ningún lado y se sentó, aferrado a su maletín.

"¿Qué llevas ahí?". Aún no se había puesto en marcha el tren y ya violaban su espacio personal. Odiaba con toda su alma las conversaciones triviales, eran ineficientes. Buscó el origen de esa molestia pero no lo encontró. 

"¿Por qué eres tan serio?". Ahora sí se dió cuenta que la voz venía de enfrente. Localizó a lo que parecía ser una cara debajo de una explosión rosa chillón que tenía por pelo. Ojos grandes de un raro color violeta le observaban curiosos. 

"No soy serio, soy profesional. Y lo que llevo aquí no es de tu incumbencia.  

Bajó una vez la mirada hasta posarla en la vestimenta de ese demasiado delgado demonio preguntón. Una camiseta naranja demasiado grande, unos zapatos verdes demasiado verdes, los ojos violeta y el pelo rosa, ofrecían un conjunto ridículo. Le podría haber dado incluso risa, si no fuera por que él nunca se reía. La risa obstaculizaba el trabajo, resultaba ineficiente.

Ella continuó preguntando y él ofreciendo respuestas concisas, breves, irritadas. Esa niña realmente le estaba importunando. Se pasó a su lado del vagón mientras comenzó a contarle una historia sobre una colonia de hormigas que consiguieron unirse y tocar una nube. Luego le habló de leones que comían verduras y de un trapecista que sabía todos los idiomas del mundo.

Al fin acabó la tortura cuando llegó a su destino. No le dijo adiós y continuó su camino. Cumplió su jornada de trabajo, llegó a a casa y se acostó. Eficiente, trabajador, profesional. Un día más del que sentirse satisfecho.

El despertador sonó a la hora de siempre, aunque esta vez la máquina consiguió emitir su sonido tres veces antes de soportar la presión de su mano. Se sentó en la cama, asustado. Había soñado. Era absurdo, no tenía sentido. Él nunca soñaba, no era útil. Imágenes del sueño le venían, nítidas, claras: una playa y una mano agarrada a la suya y dos ojos gigantes color violeta que le miraban y sin palabras le preguntaban cosas sin sentido. Y le hablaban sobre canciones nunca escritas y aviones de papel que llegaban a la Luna.

Apartó las imágenes de la cabeza y se metió en la ducha. Fue corriendo al metro, había tardado más de la cuenta, presentaba un corte en la mejilla por el afeitado y por primera vez en su vida no había conseguido hacerse un nudo de corbata perfecto. Ingresó en el último segundo en el vagón y al segundo se dio cuenta que había olvidado los gemelos en su caja gris y que su traje no era el de los martes si no el de los lunes. 

Iba a sentarse en su sitio favorito, mirando a ninguna parte, cuando dos ojos violetas gigantes comenzaron a preguntarle cosas sin sentido.  

Y él, que llevaba el traje erróneo, sin gemelos, con un nudo de corbata impresentable, comenzó a reírse a carcajadas de lo más ineficientes.

lunes, 28 de enero de 2013

Mariluz


Y por fin decidió que era el momento. Abrió el obturador permitiendo que entrara la luz suficiente en la lente, ajustó el zoom y apretó el botón. Le supo a cerrar heridas que no sabía que existían y abrir nuevas que siempre debieron existir, a clausura y apertura y, de alguna forma extraña a libertad y a la más pura esclavitud. La que no debió de haber perdido.

La primera cámara fue un regalo de su padre. Una Leica a la que le puso el nombre de Mariluz. La llamaba así porque se atascaba a veces en el rebobinado, y le recordaba a una adolescente caprichosa a la que había que tratar con mucha paciencia. Y la única adolescente que conocía en el pueblo era Mariluz, de la que por supuesto se enamoró tres o cuatro veces. 

Ahora descansaba en casa, en un estante, junto a otras muchas, ya retiradas pero que continuaba limpiando y poniendo a punto periódicamente. Como el soldado que mecánicamente afila una espada sin punta. Pero estaba bien así, debía ser así.

Al principio todo era simple. Salir, buscar, encontrar, encuadrar y disparar. Luego el ritual en casa, donde había habilitado el lavadero como improvisado cuarto oscuro. Y el milagro misterioso y mágico de la aparición de las figuras sobre el papel fotográfico. 

Ahí iban apareciendo, fielmente, sin contradicciones sin chirridos, tal y como los había proyectado. Mucho más sencillo que en la vida real donde nunca entendió nada ni a nadie. 

Su cámara eran las gafas que traducían el mundo a un lenguaje que podía entender. Tal y como él los veía a todos. Los abuelos jugando al dominó, los niños saliendo del agua, las mujeres barriendo las entradas de las casas ataviadas con delantales multiflorales. Y las caras. 

Cuando aparecían en el papel les contaban historias. Algunas inventadas, otras reales. Una marca de nacimiento aquí, unas ojeras marcadas allí, y un cabello canoso y bien cuidado por allá. Y su cerebro les improvisaba rápidas biografías mezclando realidad, ficción, colores, texturas, enfoques. No había mentiras, era real. Más real que la propia realidad.

Luego llegó la prostitución obligatoria de vender cada foto. El tener que comer y pagar sus facturas. El fotografiar lo que el periódico, la revista y el galerista compraban. El ponerle títulos a las fotos. El fotografiar periódicamente. Pasó de juego a oficio. Pasó de ponerle nombre a sus cámaras a llamarlas por su nombre.

Más tarde los viajes, los premios, el reconocimiento. Una casa grande, un buen coche. Una existencia cómoda. Y así pasaron años. Y era incapaz de recordar cómo era al principio. Hasta que un día entendió al resto del mundo. Veía el mundo como lo veía el resto de la gente, como estaba establecido que debía ser visto. Y se asustó. Cogió los tejanos viejos, salió de casa sin decir adiós y con la Leica colgada del brazo condujo de noche, sin parar. "Volvemos a casa, Mariluz"

Al llegar, bien entrado el día, fue directo a la playa. Se sentó y respiró bien profundo. El olor a mar le llenó los pulmones y le sacó la sonrisa oculta. 

Un niño salía del agua, gritando, de pura emoción. El sol proyectaba sus rayos sobre millones de gotitas que, alejadas de la inmensidad del mar, vivían sobre su piel negra. El cabello mojado le caía sobre dos ojos grandes, azules y extasiados. La ola que venía a morir a la orilla vivía una última vez bajo los pies inquietos del niño, escupiendo espuma blanca, quejándose del pisoteo. 

Y por fin decidió que era el momento. 


domingo, 20 de enero de 2013

Droga dura



La apatía es un monstruo que nos agarra de los pies y nos impide echar a correr. Te obliga a instalarte en una desidia constante de donde parece que nada te puede sacar. No se sabe exactamente por qué aparece y cuando te das cuenta ya es demasiado tarde, te ha cogido. Cada vez hablas menos, sonríes menos. De repente, en un proceso que autodenominas "redescubrimiento del fuero interno" empiezas a desaparecer. Lo llamas así para tapar tus vergüenzas. Somos los maestros de nuestra propia demagogia. Tenemos a pequeños políticos cabrones en el cerebro que nos mienten una vez tras otra. Y les seguimos votando.

La diferencia entre apatía y rutina es la nota de autocompasión. Hastiado, harto, cansado. Externalizas culpas, es siempre igual.  Te cargan, te irritan. Tu existencia parece una sucesión de acciones predeterminadas. Son acciones vacías. Nada te llena, nada te sirve. 

Primero haces como si nada. Aquí no ocurre nada. La culpa no es tuya, la culpa es de los demás, las circunstancias, este mundo que te rodea y que tan injusto te parece. Hablas de ti mismo, contigo mismo. Y tu voz interna parece estar enfadada, y no sabes con qué. En cualquier caso llevas razón, siempre la llevas.

Cuando te rodean miles de sonrisas y eres el único con la cara de cartón comienzas a pensar que quizás el problema sea tuyo. Pero eres cobarde y vas poniendo parches. Pones parches provisionales, parches que duran lo que el efecto de unas copas. Al día siguiente, más de lo mismo. Vives la auténtica inercia inerte.

"Estás mustio". Son las palabras que te vienen a la mente mientras te miras al espejo con cara de indiferencia, sin la careta. Quizá alguien se haya dado cuenta y trate de ayudarte. Pero esa es una batalla que se lucha a solas. Y el ruido de la batalla y del chocar de espadas solo existe en tu mente. Apatía versus tú mismo. Estás enganchado a la apatía.

Y detrás la soberbia empuja, susurrándote mierdas al oído, mierdas que tu ego, agigantado en el proceso de la apatía, adora escuchar. Mierdas que hacen que la apatía se convierta en tu estado natural, en tu forma de ver la vida. Apatía y soberbia son los dos aliados perfectos para convertirte en un indeseable. Y como no te des cuenta a tiempo, acabas solo. Bueno solo no. Tienes a tu ego. Disfrútalo.

La autocompasión se va con el tiempo, y acabas odiando y odiándote. La apatía es el camino más corto para sabotear tu propia felicidad. Así que si entras en apatía, pon a dieta al ego, quita esa puta cara de cartón y sal a correr (en sentido literal o figurado). Pero mueve el culo. Que la apatía es una droga que te consume y salir de ella sólo depende de que tú salgas de ti mismo. Además tienes un millón de cosas por hacer. Pero eso ya para otro día.

lunes, 14 de enero de 2013

La extraña historia del Doctor Velasco


Nadie me contestó a la pregunta. Mis potenciales interlocutores era un grupo de parroquianos reunidos en tertulia dominguera,  disfrutando del sol invernal que a veces se asoma a la terraza del bar de Paco, calentando a los habituales y tratando de hacer lo mismo con sus cervezas. Pero esa partida la ganan ellos siempre, guerreros curtidos en ese arte.

"¿Cuándo llegó el Doctor Velasco al barrio?" Lo intento una vez más, mirándoles a los ojos, implorándoles una respuesta. Por fin, olvidan sus rubias por un instante y me miran. Soy capaz de leer el desprecio en sus ojos y trato de verme a través de ellos. 

Saben que no soy del barrio, no saben quién es mi madre o mi vecino. O con quien comparto almohada. Desconfían y la libreta abierta y el bolígrafo atento creo que no ayudan. Decido cerrar el bloc de notas y devolver al cinto la espada. Parece que tiene un efecto mágico entre el conjunto de caras morenas que me escrutan.

 "Nadie lo sabe". Ha hablado primero un señor que exhibe con total impudicia una barriga que nada tiene que envidiar a la del señor que nos brinda en un plano bidimensional desde su botellín de cerveza.

"Un día apareció y otro desapareció", esa voz viene de otra mesa. Me giro a buscar el origen de esa voz, y parece que no sólo es de otra mesa si no de otra galaxia. Se me empiezan a pasar por la mente todos los poemas y metáforas que me sé: "ángel caído del cielo" es la que ocupa mi mente mientras soy interpelado por la persona que ya he decidido que será mi musa para los próximos trescientos millones de poemas.

Carraspeo y con la voz más masculina de mi registro le pido con educación que repita la pregunta mientras me sonrojo ligeramente. "¿Quién pregunta por el Doctor Velasco?". Me resulta curioso la manera de hablar que tiene, incluso la manera de moverse. Parece irreal pero al mismo tiempo todo es auténtico. Antes de empezar a parecer imbécil me presento de manera atropellada, me siento en la silla que me ofrece y pido dos cafés a la camarera. Todo en uno. Le ofrezco tabaco y lo rechaza con una ligera inclinación de cabeza. Y entonces comenzó a contarme la historia del Doctor Velasco.

"El Doctor Velasco era bajito y muy delgado, como una espiga seca que pudiera quebrarse en cuanto el viento apretara. Tenía el pelo negro y liso sobre la frente y dos ojos turquesas que parecían canicas. 

En realidad se llamaba Ángel pero comenzó a referirse a sí mismo como el Doctor Velasco y todo el mundo acabó por llamarlo así. Hasta consiguió una bata blanca cerca de un contenedor del hospital que paseaba con orgullo y limpiaba diariamente en la fuente. Nunca supe su edad, pero no parecía sobrepasar los trece años.

El Doctor Velasco veía a las personas. Quiero decir que las veía de verdad, tal como eran . No veía cuerpos si no lo que llevaban dentro. Les llamaba cebollas sin capas. Y decía que las capas eran muy parecidas las unas a las otras. Que siempre eran miedos, distintos miedos, pero al fin y al cabo miedos. Hablaba sobre disfraces y máscaras, sobre parches e ilusiones ópticas. A veces se entristecía y decía en voz bajita, tan bajita que casi no se podía oír que ojalá las cebollas tiraran sus capas.

Al principio el barrio lo miró con recelo, evitando su presencia. Algunos incluso le insultaban por la calle. Luego se acostumbraron y empezaron a acudir a él, primero a cuentagotas y luego en masa, para que les escuchara.

No sabía de etiquetas ni clasificaciones, no sabía de posiciones sociales, ni de dinero, no sabía de orgullos ni opiniones ajenas. Cuando le hablaban del "qué dirán", él respondía "probablemente, lo que quieran". No entendía el significado de apariencia ni el de disimulo.

Lo que sí veía era a payasos y cómicos vestidos de gente muy seria, a los más pobres conduciendo coches de lujo, a esclavos frenéticos exhibiendo tarjetas en mostradores, veía a ricos compartiendo  bocadillos bajo un puente, veía a gente sola en medio de muchedumbres, a héroes de pantuflas y heroínas de rulos. Y también me vió a mí. Pero esa ya es mi historia.

Y, sin más, desapareció. Cuando se había vuelto imprescindible para todos. Cuando a todos les hubo creado la necesidad de no ocultarse, de sentirse libres, se fue.

Y tan natural como su llegada y su venida, descubrimos que no nos hacía falta."

Ha dejado de hablar, y ahora reparo en lo que antes había intuido. Ahora entiendo lo del brillo en los ojos y lo de parecer de otro mundo. La sencillez, tranquilidad y serenidad con la que me habla.  Creo que le da exactamente igual lo que yo pueda pensar de ella. Es libre de no tener que causar más impresión que la que causa ella misma, sin trucos, sin artificios ni tapaderas. Y vaya si la causa. 

Vaya paradoja. Causar sensación por no pretender causarla. Siempre pensé que hay miles de tipos de esclavitud y que sólo los más inteligentes eligen cuál es la suya. Pero tengo sentada enfrente a la prueba de que estoy equivocado y de que no soy inteligente. 


Esto es todo lo que pude averiguar sobre el Doctor que no estudió Medicina, que vestía una bata blanca por debajo de dos canicas turquesas y que veía a las personas que potencialmente somos y que no mostramos por miedos absurdos. Esta es la extraña historia del Doctor Velasco. 

sábado, 12 de enero de 2013

Fantasmas y regalos


Después de una media hora has conseguido aparcar el coche. Vas a la máquina tragaperras de la zona azul y te sale de premio que no te devuelven cambio. Piensas por lo bajo lo mismo que todo el mundo que tiene que aparcar de lunes a viernes y sábados por la mañana: "Putos ladrones".

La cosa no queda ahí, porque a los cinco segundos aparece de la nada y con un medio trote más que digno te encuentras de frente con un gorrilla. Es el clásico gorrilla, de los de siempre. Sin afeitar, una parte de abajo de chándal que le sienta como un tiro y una camisa antigua y descolorida. Su "buenas tardes" viene a ser una exigencia. A mí me suena a "dame dinero que ni siquiera te he ayudado a aparcar y ya has pagado la zona azul, pero chaval así es la vida, así que suelta el euro que para eso vine corriendo". A todo eso me ha sonado el buenos días. En circunstancias normales lo daría como el 95% de la gente por miedo a que algo le ocurriera al coche. 

Pero hay algo con lo que no ha contado el del chándal. Ha mirado mi coche y luego mi cara, lo ha entendido. Lo bueno de tener cosas discretas (o como es el caso, una puta mierda de coche) es que pierdes el miedo a que te roben, se te estropee, se pierdan... Supongo que por eso dicen que las posesiones es una forma de esclavitud.

Celebro mi victoria mientras veo alejarse al gorrilla con el mismo trote persiguiendo más víctimas. Me infunde una mezcla de pena y vergüenza. Se puede pintar con bonitas palabras como toxicómano auxiliar de aparcamiento con apéndice de vidrio Cruzcampo, pero lo cierto y es que, aunque la mayoría miramos hacia otro lado, son piltrafas humanas que se arrastran por las calles mezclando mendicidad con intimidación. A la gente les da asco y nadie hace nada y nadie dice nada. 

Son los fantasmas de nuestra ciudad, fantasmas de carne y hueso a los que nadie quiere ver. Lo peor son sus ojos. Tienen dos globos oculares como los de cualquier otra persona, más o menos estropeados o rojizos. Aparentemente son normales, pero conforme los miras reparas en una cosa tan simple que te asusta darte cuenta: no tienen mirada. Sabes que algún la tuvieron pero se perdió. Sabes que algún día miraron con amor a alguien y ese alguien les devolvió la mirada, quizá miraron con orgullo, con altivez, y miraron con ansia, con ganas de vivir. Ahora ya no miran, son ojos vacíos de contenido. 

Si alguna hablas con alguno de ellos, te encuentras con conversaciones sorprendentemente coherentes salpicadas de retazos de locura. Tienen un sentido común y una filosofía adaptadas a sí mismos. Y a veces encuentras a alguno realmente inteligente que te habla, con mayor o menor dosis de realismo, de lo buen profesor que era o lo guapa que era su mujer. Siempre te repiten la misma frase: "Estudia, hijo, estudia" 

Luego se despiden y se van arrastrándose, demasiado rápido, contonéandose patéticamente en busca de financiación para el suicidio más lento y doloroso, para llenar sus pupilas. Pupilas llenas y miradas vacías en unos ojos que parecen acostumbrados.

Me doy cuenta de que he llegado a mi destino pensando en gorrillas y tampoco estoy demasiado de humor. Entro en la tienda, elijo el producto y tras una media hora de codazos recibidos, chillidos y carreras ajenas consigo alcanzar el mostrador. Pago, me lo embolsan y me voy. Navidad, Navidad. La verdad es que estoy hasta los cojones del día de hoy. Quiero dejar atrás toda esta marabunta, llegar a casa, fumarme un cervezón y beberme un cigarro. En mi cabeza comienzo a estructurar un discurso épico sobre el consumismo que me tiene que acompañar de camino al coche, mi propia voz mental comienza a escucharse a sí misma, hasta que lo ví y lo oí.

Por la acera de la calle, justo delante mía una pareja original. La madre y el niño que se me llegaba como a la altura de la rodilla. Por la acera contraria pasaba el típico beduino del día 5 de enero. Justo en ese momento el niño mira a la acera contraria, con una cara de ilusión, con una mirada limpia, auténtica mientras le gritaba a su madre eufórico: "¡¡Mamá mira Baltasar,ya han llegado los Reyes!!".


Fue lo único que pude ver. Y ya me salió un Navidad, Navidad distinto. Y me fui para el coche y no hubo discurso consumista. Sólo pude pensar en bajito que los fantasmas un día también tuvieron esa mirada, y a lo mejor también confundieron a un beduino con Baltasar. Y que ojalá ese niño siga el consejo de algún gorrilla sabio y no tenga que renunciar nunca a su mirada.

lunes, 7 de enero de 2013

La pregunta


Almas sin rumbo que se mueven entre ruidos tecnológicos y anuncios. Ocupan su tiempo en no pensar y crean un espacio artificial, el mundo de la no reflexión. Les permite subsistir en el fango más terrenal, aspirando a una nada material y la comodidad, entendida como la ausencia de males físicos y la abundancia de placeres. Carpe diem. La vida no son las veces que respiras si no los momentos que te dejan sin aliento. Tienen un catálogo millonario en frases que justifican una vida sin pausa. Parecen artificiales, maniquíes. Y su felicidad también lo es. Y siendo artificial se derrumba con el primer soplo de aire. Su cara perfecta y su agenda ocupada y sus placeres y sus posesiones no les resuelven nada. Qué ha pasado, de dónde me ha venido ese puñetazo. 


Almas con rumbo perdido, que cuestionan. Viven los placeres y los sufrimientos. Pero son incapaces de acallar las preguntas. Malditas preguntas que surgen. Y ellos no son capaces de darles respuesta con más ruido, o un físico perfecto. Lo intentan y se anestesian. Pero luego las preguntas vuelven. Almas torturadas que lanzan preguntas al mundo y que no obtienen respuesta. Gritan cada vez más alto pero sólo se oyen ellos mismos. Localizan a los sin rumbo y les trasladan sus interrogantes. Cuerpos diez rehúsan responderle, quizá por falta de tiempo. Alguno le responde con argumentos aprendidos de memoria, argumentos de cartón piedra. Y los rechazan, no quieren ser ellos uno más. Son interrogantes que andan y se arrastran con mayor o menor dignidad en la búsqueda de la x despejada. Se preguntan todo, incluso si hacen las preguntas correctas. 

Almas con rumbo establecido. Fueron almas de rumbo perdido y a base de buscar y buscar y buscar lo encontraron. Cada uno de ellos es distinto al anterior aunque todos parecen trasmitirte paz. Tratan de apoyar al que se pregunta y de introducir preguntas en los que no lo hacen. Se mueven y hacen mover. Son pocos, y los interrogantes con piernas que consiguen localizarlos los asedian, ellos pueden darles respuestas.  

 Miran con gesto grave a su alrededor. Se preguntan por qué hay tanto ruido allí afuera. Luego se fijan en las manadas de almas sin rumbo que deambulan por las calles en la búsqueda desenfrenada de ocupaciones. Les gritan, tratan de advertirles. Las almas sin rumbo no los oyen, chocan con ellos y ni se dan cuenta. Siguen a lo suyo, con su ocupación, con su llenado total de mentes, sin espacio para nada más. No es que los desprecien, qué va. Es que no los ven. No tienen el interrogante arriba. Sólo avanzan a buscar más momentos de esos sin aliento. Hasta que se quedan de verdad sin aliento. Y entonces parecen carcasas asustadas, temblorosas. Cuerpos perfectos con almas esclavas de la no búsqueda.

Los que encontraron su rumbo y los que buscan el suyo están de acuerdo, que alguien pare esta puta locura.



viernes, 4 de enero de 2013

El tren


Viajar en tren es un estudio de la sociedad con transporte incluido. Además te da la posibilidad de excluirte, todo es cuestión de llevar buena música, enchufarte los cascos, abrir un buen libro y olvidarte del resto del mundo. 

Te quitas los cascos por un segundo y enganchas con una conversación. No es simple cotilleo, qué va. Hay veces que te dan auténticas lecciones magistrales sobre temas, en este caso son tres personas de mediana edad, dos hombres y una mujer. Uno habla con acento de más allá de Despeñaperros y por el contexto puedo deducir que es médico, otro es un funcionario y al final ha bajado en Utrera, aunque tampoco era difícil de deducir, utiliza correctamente el lenguaje pero sin renunciar a su acento. La tercera es una señora que hace las veces de moderadora. Parece que los tres trabajan juntos en la administración pública, y mantienen un debate intenso sobre el uso de las anotaciones en las calificaciones registrales. Por el tono de la conversación me he enganchado, y la verdad es que el tipo de Utrera está dominando al médico. Ha subido algo el tono y en el punto más caliente la señora, que había pasado desapercibida hasta entonces, introduce el clásico lugar común criticando al director del departamento y consigue poner al médico y al utrerano de acuerdo.  Se te viene a la mente la imagen de dos perros ladrando, muy convencidos de sus ladridos, a los cuales se les ha lanzado un chuletón desde una mano de uñas pintadas. Los perros comen el chuletón satisfechos y se les ha olvidado el por qué ladraban.

El riesgo de quitarte los cascos es el de toparte con una adolescente que berrea a gritos su vida sentimental, sexual y lo que haga falta por un teléfono móvil al que se aferra como si le fuera la vida en ello. Es increíble el valor que se le da a la intimidad hoy día, aunque sólo parece increíble si no conoces los productos televisivos que probablemente consuma la Belén Esteban en potencia que al parecer se zumbó este fin de semana a un tal Adri. Adri no te conozco pero aléjate de ella. 

No sabes qué te apetece hacer más si tirar el móvil o a la señorita. Dudas tan sólo un segundo y te decantas por la señorita. Muerta la perra chillona se acabó la rabia. Pero no lo haces porque tirar a la gente por el tren se pena con la cárcel y que chillen por el móvil no es ningún eximente legal, por ahora. y te pones otra vez los cascos, subiendo un poco más el volumen de la música.

Te quedas dormido tranquilamente, todo es tranquilo en el tren, excepto la adolescente, que empieza a cabrear al resto de los pasajeros. Hasta que uno, con menos paciencia que tú o quizás sin el escudo que supone tener música a un volumen que te hace inaudible los gritos hormonadamente femeniles de esa energúmena, le exige (con educación eso sí) que a ver si se puede ir a hablar a otra parte.

Al rato pasa el revisor con el consiguiente buscar en el bolso de la despistada, las preguntas redundantes sobre horas de llegada y las exhibiciones de paciencia de los de uniforme. Los oficios en los trenes parecen de otra época: revisor, maquinista y alguno que otro que ya fué desapareciendo con el tiempo. Aunque ahora les pondrán extravagantes nombres complicados: Ingeniero Especializado en el Manejo de Transporte Ferroviario de Alto Nivel sería el maquinista y Gestor y Controlador de Validación de Tickets y Consultor de Horarios sería el revisor. La estupidez suele superar a la ficción. 

Además de la música y el libro, hay que cuidar la elección del asiento. El asiento ideal es de ventana, en dirección al sentido de la marcha y el último del vagón. Así disfrutas paisaje, quizá pesques alguna conversación de la que sacar alguna reflexión y probablemente y si tienes suerte, evites el chillido de la adolescente/niño pequeño descontrolado de turno. 

El cruzarte y compartir un espacio en movimiento, las diferentes estaciones y personajes que entran y salen del escenario lo hacen parecer un teatro de la sociedad. Y tú por el módico precio de un billete y con la suerte de aparecer en tu destino puedes disfrutar de una función, con vistas incluidas.