Sebastián es policía. No es de esos de los que salen en la
televisión y en una hora te resuelven tres crímenes. Es más, a Sebastián, y le cito textualmente le “tocan
los cojones el Grissom y su puta madre”.
Aunque no se puede decir de él que esté gordo, tampoco tiene el cuerpo
de un atleta, de hecho pienso que le podría ganar en una carrera. Sebastián no
tiene frases ingeniosas, ni va haciendo comentarios en voz alta sobre las
pistas que descubre. Es reservado, silencioso. A mí me acojona un poco.
Sebastián trabaja desde hace 23 años en el cuerpo de
policía. Es de la vieja escuela. “Pero no de la vieja vieja” me corrige. Supongo
que se refiere a la dictadura, pero no quiero preguntarle.
Sebastián tiene dos ojos inteligentes, sagaces. Son pequeños
y brillan como canicas. La cara algo
colorada, la nariz regordeta y el ceño fruncido permanentemente mientras en la
frente campan a sus anchas las gotas de sudor. Apura la cerveza que tiene delante y mientras
se seca con la manga del uniforme me interpela, brusco y directo, “¿y qué
carajo quieres?”.
Balbuceo. Le empiezo a hablar de usted y me para. “Que soy
policía, coño, que no soy cura” Tomo aire y le explico el propósito de mi
visita y las cervezas. Quiero que me explique la verdad sobre el caso Torpedo y
el alijo desaparecido. Las muertes y demás.
“De eso no hablo”. Se ha quedado callado y mira lejos. Su
mirada pasa de largo sobre mí y el resto de las mesas, incluso de los niños que
juegan al final. Se ha ido a los
recuerdos, a esos malditos recuerdos que necesito para poner punto y final a
este juego de locos. Necesito que hable así que me guardo el respeto y le
suelto de primeras. “Sé lo de la Juani”. Se ha levantado sin decir palabra, ha
dejado un par de euros en la mesa y ha enfilado la calle.
La Juani era la dueña y propietaria del Bar la Juani. Además
de eso se la beneficiaba Sebastián. La Juani murió en el 94, en la peor
operación policial que se recuerda. La vergüenza del cuerpo. Tampoco es fácil
informarse sobre algo cuando se ha hecho todo lo posible por taparlo. Y trucos
desde luego tienen. Pero yo cuento con la baza de Sebastián, que está más viejo
y más cansado que cualquier hombre de su edad. Y aunque no lo reconozca ni en
mil años está solo y tiene mierdas de las que necesita hablar. Todo hombre
necesita hablar de sus fantasmas, vivos o muertos. No me gustará hacerlo, pero manipularé
sus sentimientos. El caso Torpedo es más importante que un par de secretos que
puedan dejar mal al cuerpo de Policía.
Maldigo al periódico, maldigo al director, maldigo a todos
los corruptos, políticos, policías y capos rusos y de todo el mundo y por
último me maldigo a mí mismo antes de alcanzar a Sebastián y soltarle en plena
calle:
“Sabes, Sebastián, quizá lo de la Juani no fuera un
accidente…”
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