lunes, 28 de enero de 2013
Mariluz
Y por fin decidió que era el momento. Abrió el obturador permitiendo que entrara la luz suficiente en la lente, ajustó el zoom y apretó el botón. Le supo a cerrar heridas que no sabía que existían y abrir nuevas que siempre debieron existir, a clausura y apertura y, de alguna forma extraña a libertad y a la más pura esclavitud. La que no debió de haber perdido.
La primera cámara fue un regalo de su padre. Una Leica a la que le puso el nombre de Mariluz. La llamaba así porque se atascaba a veces en el rebobinado, y le recordaba a una adolescente caprichosa a la que había que tratar con mucha paciencia. Y la única adolescente que conocía en el pueblo era Mariluz, de la que por supuesto se enamoró tres o cuatro veces.
Ahora descansaba en casa, en un estante, junto a otras muchas, ya retiradas pero que continuaba limpiando y poniendo a punto periódicamente. Como el soldado que mecánicamente afila una espada sin punta. Pero estaba bien así, debía ser así.
Al principio todo era simple. Salir, buscar, encontrar, encuadrar y disparar. Luego el ritual en casa, donde había habilitado el lavadero como improvisado cuarto oscuro. Y el milagro misterioso y mágico de la aparición de las figuras sobre el papel fotográfico.
Ahí iban apareciendo, fielmente, sin contradicciones sin chirridos, tal y como los había proyectado. Mucho más sencillo que en la vida real donde nunca entendió nada ni a nadie.
Su cámara eran las gafas que traducían el mundo a un lenguaje que podía entender. Tal y como él los veía a todos. Los abuelos jugando al dominó, los niños saliendo del agua, las mujeres barriendo las entradas de las casas ataviadas con delantales multiflorales. Y las caras.
Cuando aparecían en el papel les contaban historias. Algunas inventadas, otras reales. Una marca de nacimiento aquí, unas ojeras marcadas allí, y un cabello canoso y bien cuidado por allá. Y su cerebro les improvisaba rápidas biografías mezclando realidad, ficción, colores, texturas, enfoques. No había mentiras, era real. Más real que la propia realidad.
Luego llegó la prostitución obligatoria de vender cada foto. El tener que comer y pagar sus facturas. El fotografiar lo que el periódico, la revista y el galerista compraban. El ponerle títulos a las fotos. El fotografiar periódicamente. Pasó de juego a oficio. Pasó de ponerle nombre a sus cámaras a llamarlas por su nombre.
Más tarde los viajes, los premios, el reconocimiento. Una casa grande, un buen coche. Una existencia cómoda. Y así pasaron años. Y era incapaz de recordar cómo era al principio. Hasta que un día entendió al resto del mundo. Veía el mundo como lo veía el resto de la gente, como estaba establecido que debía ser visto. Y se asustó. Cogió los tejanos viejos, salió de casa sin decir adiós y con la Leica colgada del brazo condujo de noche, sin parar. "Volvemos a casa, Mariluz"
Al llegar, bien entrado el día, fue directo a la playa. Se sentó y respiró bien profundo. El olor a mar le llenó los pulmones y le sacó la sonrisa oculta.
Un niño salía del agua, gritando, de pura emoción. El sol proyectaba sus rayos sobre millones de gotitas que, alejadas de la inmensidad del mar, vivían sobre su piel negra. El cabello mojado le caía sobre dos ojos grandes, azules y extasiados. La ola que venía a morir a la orilla vivía una última vez bajo los pies inquietos del niño, escupiendo espuma blanca, quejándose del pisoteo.
Y por fin decidió que era el momento.
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